He leído, con premeditación y alevosía, en apenas una semana, un libro de memorias de quinientas páginas que son muchos libros al mismo tiempo. «Personaje secundario» el libro de Enrique Murillo, mi primer editor y una de las figuras editoriales más fascinantes de los últimos cuarenta años en España.
Antes que nada, un disclaimer. El año que conocí a Enrique, yo tenía 29 años y le había presentado el manuscrito de «Yo, precario», era ajeno al mundo literario y me preguntaba quién diantres era verdaderamente ese señor de apariencia inglesa, obsesionado con la narración y no con la explicación, tan educado y amable, que había salido del entresuelo de un mundo lleno de pirañas, el mundo editorial.
Ahora lo comprendo todo mejor.
Y es que en «Personaje secundario» Enrique narra abriendo puertas y ventanas casi toda su vida profesional alrededor del mundo del libro, destapando su miserias y dando un baño de realidad sobre su realidad actual. Un mundo cainita, de ricos que se apuñalan en despachos y pobres que siguen en ese universo entre la vocación y la desesperación, un ecosistema donde todos se conocen y conviven, repartiéndose un pastel demasiado pequeño.
Pero más allá del retrato del mundo literario, me interesa de este libro su espíritu de novela río donde Enrique, como un personaje de Auster o como un Limonov de la trastienda de la edición, muta y muda de piel, presentándose en un episodio como traductor, en otro como corresponsal, como editor, como editor jefe, como negociador, y así hasta adquirir casi todas las personalidades posibles en el sector. Y el libro también se transforma, desde una novela de aprendizaje hasta un thriller de despachos, una correspondencia epistolar, un análisis de mercado o una tesis sobre el hecho de escribir y leer.
Y me interesa, por supuesto, la persona. El hombre que empieza ingenuo e idealista, se convierte en un teórico-matemático del mercado literario y acaba editando gratis por vocación. El que afronta sus continuos despidos con una gran capacidad de reinvención y sus éxitos como un trampolín para llegar al siguiente. El hombre irremediablemente enamorado de una artista.
Narra su experiencia Enrique con una enorme elocuencia, admitiendo muchos errores y también con la legitimidad para reconocer sus aciertos. Lo hace, además, sin rencor (porque solo los imbéciles tienen rencor a los ochenta años). Y aunque Herralde y Ojos Verdes salgan malparados, siempre hay compasión y un motivo por encima del juego de títeres de la industria: la literatura.
Si algo le preocupó siempre a Enrique era el arte de narrar el dolor del ser humano contemporáneo. El horror que decía Conrad, pero también el amor, el dolor, la decepción, la ilusión, la belleza. Cada uno de los libros que editaba era una búsqueda con la que explicarnos esa extrañeza que nos produce el vivir.
Murillo, con sus filias y fobias, sus vicios y virtudes, ha escrito la más valiente radiografía que se ha escrito del mundo editorial en España y posiblemente en muchos países.
Y puede, que ya divisando el retiro, le toque interpretar el único papel que aún no le había repartido la vida. El de autor de un libro mediático, el de personaje principal de una historia que aún no tiene escrito su final.